El hombre de mis sueños.
I
Noche
Se despertó sobresaltada, miró en la oscuridad buscando el rostro del hombre.
- Es imposible – se dijo en voz baja. No lo podía creer. ¿Había sido todo un sueño, nada más que eso? Tocó su cuerpo y sintió el cálido sudor, llevó su mano táctil aún más abajo, entre sus piernas, sintió de pronto el líquido que desde sus entrañas le brotaba.
- ¡Dios mío! - Pensó. - ¿Qué había sido todo aquello? ¿Tan real? Y de repente todo desapareció. A su lado, inerte como una montaña, Pablo, su marido, dormido hasta lo más profundo que uno pueda creer. Le dio ganas de llamarle, de consumar el sueño, de hacerlo realidad, pero sería inútil, cuando se acostaba dormía como una piedra, además, pablo ya no era el mismo de antes. Ya no hacían el amor como antaño. Vivían juntos, eran marido y mujer, tenían hijos, eran una familia, pero nada más que eso. Su matrimonio no existía bajo las sábanas. Elisa salió de la cama con cuidado, el suelo frío de la madrugada le tocó los pies y Elisa soltó un gemido, un breve y bajo ¡uuuhh! La mano aún entre las piernas, como que llevando algo sujetado entre ellas. Estaba desnuda, como de costumbre. Aquello le gustaba, le sentaba bien, le daba una increíble sensación de libertad, algo que a veces no existía en su vida, además, estaban en primavera y por las noches hacía bastante calor. A su marido Pablo no le tocaba tanto la cosa, pero a Elisa sí. Tan pronto se acostaba le empezaba el sudor por todo el cuerpo. Al principio Pablo le miraba discretamente paseando desnuda por la habitación, ella lo percibía y lo intensificaba sólo para provocarle, pero, con el paso del tiempo aquello ya no servía. Por más que lo hiciera, nada le resultaba bien y al menor gesto de intentar acercarse, él le volvía las espaldas tapándose hasta las orejas. Otras veces, por el mucho insistir de Elisa, se levantaba, serio y salía de la habitación con alguna excusa tonta. Volvía mucho después, cuando ya ella tomada por el sueño, se entregaba a las sábanas, desnuda, destapada, en una última jugada. Se despertaba a las tantas, percibiendo tristemente que nada había ocurrido.
Encendió la luz del cuarto de baño, vio su rostro reflejado en el espejo.
¡Pervertida! Se dijo a si misma y le salió una larga sonrisa. Una como hacía ya mucho no le salía. Se sentó en el retrete, cerró los ojos por un rato y dejó que finalmente su cuerpo relajara por completo. El precioso líquido, ahora ya casi sin vida, escaso, se iba. No podía creer como aquello le pasara. Como lo había tan real. Pero tos un sueño. Un bonito sueño en la madrugada, nada más que eso, estaba segura. ¿Qué haría? Pensó. Se lo contaría a su marido. No – Pensó casi pronunciando las palabras. ¡Estás loca! – Se dijo a sí misma – y se puso a recordar una vez más los mágicos momentos del sueño que había tenido aquella noche. Cerró los ojos y pudo ver de nuevo el rostro del hombre que había estado con ella en su sueño. Sintió aún su cuerpo, su calor, sus manos buscando otras, las suyas, fuertes y grandes, y ella, se vio entregándose a aquel hombre que nunca antes había visto. Era tan real, como si estuvieran allí en su propia habitación. No había miedo. Se querían, se deseaban, lo sabía, y eso era suficiente Elisa recordó cómo aquel hombre desconocido le tomó por la cintura y le echó en la cama. Y ella, dejándose llevar, se lo permitía todo. Sus caricias le tomaban por completo, allí sentada al retrete sintió una vez más sus labios en los suyos, su beso sencillo, suave, y al mismo tiempo eléctrico. Su cuerpo se puso todo erizado al toque, sus manos temblaban, pero él le sujetaba firme, fuerte, ella casi no podía moverse, le tenía una de las manos en la cintura mientras otra deslizaba por su cuello hasta la nuca. Ahora le sofocaba en un beso profundo, sus pensamientos, todo un mezclar de deseos, de sensaciones muchas, todo aquello la dejaba loca. Elisa abría y cerraba los ojos y sentía que el momento se acercaba, el punto mayor de dos cuerpos en movimiento, en un sólo golpe lo agarró por el pelo y presionó su cabeza hacia su pecho, sintiendo el máximo placer que le llegaba, un disparar de energías varis por todo su cuerpo, sus piernas ahora temblaban abiertas en el aire. Quiso gritar pero las palabras no le salieron. Recordó entonces que escuchara la voz del hombre, el hombre de sus sueños diciéndole: – Te quiero. Sus palabras sonaban una y otra vez en los pensamientos de Elisa. Se acordó del silencio que se hizo al instante siguiente. Elisa le miraba pero ya no veía sus ojos, ni su pelo, ya no lo sentía entre sus piernas, y poco a poco su cuerpo se alejaba, ella desesperada y aún mareada por el goce intentaba tocarle, agarrarle la mano, pero era como intentar agarrar el humo de un cigarrillo. Y así fue hasta que desapareció por completo, cerrándose el ambiente aquel en la más completa oscuridad. En ese momento Elisa se despertara, buscando su amante el la soledad del cuarto. Sólo no entendía cómo había sido tan real. Abrió los ojos levantándose del retrete, abrió la ducha, tenía el cuerpo en llamas, necesitaba calmar aquel fuego, sabía que sería inútil despertar a Pablo. Aquello nunca antes le había ocurrido. Era de un sueño muy tranquilo, aunque a veces se despertaba en medio la noche para tomar un poco de agua que dejaba en la mesilla de noche en una jarra de cristal. Pablo nunca se despertaba y ella le miraba por muchos minutos, le hacía un cariño, sin despertarle, y en esos momentos recordaba como antes él le despertaba a ella, a las tantas, y en medio a muchas caricias se amaban frenéticamente. Y después del amor, dormían abrazados aún sintiendo el olor de sus sexos y el cálido sudor de sus cuerpos bajo las sábanas. En las noches de lluvia, Elisa se despertaba casi siempre, el sueño le escapaba. Pero le gustaba oír el ruido de la lluvia que sonaba fuerte afuera. Se acercaba a la ventana de su habitación y allí se quedaba por horas mirando en la oscuridad la lluvia que caía y que mojaba todo su jardín. Había domingos de lluvia también y vez por otra, se echaba bajo la lluvia como si aquello fuese un momento que no volvería. – La lluvia me fortalece. Le decía a Pablo que cuando estaba en casa la miraba, mojada y feliz con los brazos abiertos girando, una y otra vez. Intentaba ella, haciendo movimientos con las manos, convencerle a él de que le acompañara hasta el jardín. Pero a Pablo no le gustaba aquello. Aún así, Elisa lograra una o dos veces agarrarle y ponerle bajo el agua fría del temporal. Luego estaban abrazados, besándose mucho, arrodillados en medio a rosales y tulipanes. Antonio, el señor que cuidaba el jardín asistía a todo, de brazos cruzados, con una mano en la mejilla, casi soltando un “cuidado” a los patrones. Cuando terminaban de besarse y de hacerse mil promesas y caricias se acercaban a la casa, bajo la mirada del jardinero que no era capaz de reprocharles, frente a la felicidad que brotaba en ambos. Pablo, en esas pocas veces levantaba en los brazos a Elisa y los dos marchaban hacia la habitación, para sólo volver horas después. Salió del cuarto de baño e involuntariamente tocó su sexo, aún estaba cálido, deseante. Miró hacia su cama, Pablo dormía profundamente, envuelto en las sábanas hasta el cuello. Quería despertarle, ensayó unos pasos hacia él sólo entonces se dio cuenta de que la ventana del cuarto estaba abierta. ¿Pero cómo era posible? Recordó que ella misma la había cerrado al principio de la noche cuando Pablo ya iba de mucho dormido. Las noches al lado de su marido eran el retrato más perfecto del teatro que un matrimonio podía realizar. Él era el primero a acostarse. Nunca leía nada por la noche. Llegaba, se bañaba y a la mesa desarrollaba el mismo diálogo de tantos otros días. Las mismas preguntas, las mismas respuestas. Elisa estaba harta de todo aquello. Deseaba a su marido pero por otro lado no aguantaba más su rechazo noche tras noche. Su vida al lado de Pablo iba de mal en peor. A ella le gustaba quedar algunas horas sentada del sillón que ocupaba uno de los rincones de la habitación leyendo un libro o una revista de moda. A veces intentaba el diálogo con Pablo, para atraer su atención, pero este se volvía hacia el otro lado de la cama sonando un articulado “sí, mañana conversamos”. Elisa ahora miraba la ventana abierta y pensó que a lo mejor Pablo la hubiera abierto mientras ella dormía. Había sólo dos empleados en la casa, Dorotea, la sirvienta y el jardinero, a quien Elisa llamaba cariñosamente de don Antonio, pero ningunos de ellos se atrevería a llegar hasta su habitación sin antes llamar. Dejó las preguntas de lado y cerró la ventana ruidosamente. Pablo ni siquiera se movía. Se echó a la cama. Ahora sólo le interesaba dormir. Su cuerpo estaba finalmente relajado y al acostarse sintió el dulce cansancio de una noche de amor intenso. Cerró los ojos tapándose con la gruesa colcha de lana.
Amanece en casa de los Juarez. Elisa como siempre está retrasada. No sabe o no se acuerda dónde ha dejado las llaves del coche. Pablo, su marido, aún se baña, no tiene prisa. Sabe que luego estará solo en casa y que podrá llamar a Blanca. Elisa dentro del coche mira una vez más hacia la puerta, espera que Pablo aparezca como lo hacía antes, con el cuerpo mojado envuelto en la tolla. Eran tiempos de mucha felicidad. Le gritaba y le echaba un beso.
- Toma agárralo. - Le decía.
Espera pero sabe que él no vendrá. Hace ya algún tiempo que no lo hace. Elisa siente que su matrimonio va poco a poco ahogándose en lo incierto, en lo dudable. La rutina tiene la culpa, - piensa. - Pero, en verdad sabe que no es eso. Hay más. Su marido ya no es el mismo. A lo mejor tiene otra, - imagina esto mientras mira hacia atrás, girando el volante. Pone el cambio y cuando está lista para seguir viaje sus ojos pasean rápidamente por la ventana de su habitación, en lo alto. Está abierta y las cortinas bailan hacia fuera, como anoche, cuando tuvo el sueño. ¡Qué sueño! – Se dice a sí misma casi en voz alta. Mira hacia adelante y empieza a conducir. Por la calle pasan los árboles con sus hojas bonitas. Es la primavera que se presenta, hay flores de mil colores, una sensación de alegría le llena el pecho a Elisa. Conduce el coche hábilmente pero sus pensamientos hora están en otro sitio. “Te quiero”. - Le dijo el hombre del sueño. Su voz era suave, dominante y repetía una y otra vez la misma frase: “te quiero”. Ella tentara contestarle pero las palabras no le salían. No sonaban. Abrió los ojos de golpe a causa de la bocina de otro coche al lado del suyo. Sólo entonces se dio cuenta que hubiera cerrado los ojos al volante por un instante mientras conducía.
- ¿Te pasa algo? Le grita el hombre del coche.
- Nada. Estoy bien. – Le contesta alto. – Ha sido un despiste, nada más. ¡Gracias! - Le dice seca.
El conductor, sube el cristal y sigue carretera adelante. Sin nada más decir. Pudo antes Elisa percibirlo. Un hombre blanco, de pelo lacio y negro. Bien vestido, y serio. Un buen ligue, piensa riéndose de su propia malicia. Y añade con una larga carcajada.
- Quizá sea el del sueño. Pero no, - se corrige- aquel era más guapo que ese.
- ¡Uy!, mucho más nena.
Pone la radio. El camino hacia su trabajo es corto. Pronto llega a la oficina. Aparca y sube la escalera del patio rápidamente, como hace todos los días. Al llegar a su mesa hay una nota de su jefe, donde lee: ven a mi sala, tan pronto llegues. Mario, su jefe, es un buen hombre. Y excelente administrador. Para muchas mujeres, quizás un macho interesante, pese a la avanzada edad. Para Elisa, es sólo su jefe, recoge el papel, los demás le miran, a lo que ella contesta con su costumbrero: !Hola!. Pero hay algo más en las miradas de sus compañeros que le hace pensar: ¡Aquí hay gato encerrado! – piensa - ¿Por qué me miran todos así? Y esta nota, ¿por qué me quiere tan pronto en su sala? Elisa está curiosa y a una mujer la curiosidad es algo difícil de controlar, pero no tiene respuestas. Da unos pasos en dirección a la sala. Mira hacia dentro a través del cristal. Mario está sentado leyendo un periódico y no le ve. Elisa abre la puerta y echa un tímido “hola”. Mario baja el periódico que antes le tomaba toda la visión frontal y le dice:
- ¿Tú? ¡Qué bueno que hayas llegado!
- Siéntate. Le pide mientras arregla el periódico.
Pero Elisa no lo hace. Se queda de pie. El fuerte olor a tabaco está presente en toda la sala. Sobre la mesa de su jefe hay muchos papeles, los diarios, todos. El móvil, un paquete de cigarrillos, y algo más, una carpeta roja. Elisa conocía muy bien todos los objetos que había allí, y aquella carpeta era cosa nueva. Era de un tipo incomún, normalmente usaban unas de plástico más modernas, aquella era de cartón y ya estaba un poco estropeada. Su curiosidad aumentaba pero nada más pudo pensar porque en ese instante percibe la mirada fija de Mario. Él se acerca rápidamente y ella sigue sin moverse de su sitio. Ya junto a ella, Mario pone sus manos sobre los hombros de ella y con una sonrisa típica le dice:
- Necesito tu ayuda.
- Sí bueno. ¿Y eso? ¿Por qué me miras así?
Elisa percibe que pese a su sonrisa, Mario le quiere decir algo que no es bueno.
- Iré directo al grano. El caso es que el mes que viene te vas a Brasil.
Elisa levanta las manos y cubre la boca en sorpresa.
- ¿A Brasil? ¿Cómo a Brasil? ¿Qué voy yo a hacer allí?
- Bueno, Elisa haces muchas preguntas, calma y ya te lo explicaré todo. Vamos a tomar un café.
Los dos salen de la sala. Mario le abraza y ella parece no haber encontrado respuesta para sus preguntas. Siguen por un pasillo hasta la maquina de café. Él le sirve y ella le agradece con una mirada seria y preocupada.
- Necesito que vayas a Brasil. – sigue - No sé exactamente a cuál ciudad, el país es inmenso, e igual la población. Tendrás dos semanas para preparar tus cosas, aprender el idioma, etcétera. Allí el portugués lo hablan de una forma distinta que no es igual a la de Portugal. Estoy en contactos para encontrar a un buen profesor, que te pueda dar unas clases. Hoy viene un chico y ya veremos eso.
- Pero Mario, ¿cómo voy a Brasil? Tengo mis cosas acá. Mi vida. No puedo salir así y quedarme fuera un mes.
- Cinco meses. Le corrige Mario. – Te quedarás fuera cinco meses para investigar el desaparecimiento de una persona.
- ¿Cinco meses? ¿No hay otro que pueda ir?
- Oye Elisa, es un trabajo que requiere alguien muy listo. Brasil no es un país para que cualquiera se meta y salga a las maravillas. Creo que esa persona eres tú. No tengo a nadie más en quien pueda confiar. Eres la mejor periodista que tengo.
Elisa le mira, aún no sabe porque tiene que ir a un país tan distante. Siente en la boca el sabor del café caliente. Su mirada se baja hacia la taza buscando detalles en la pintura. Mario también le mira. Sabe que tiene que decirle algo más. Quizás la peor parte. Antes que empiece ella se adelanta.
- Me estás confiando algo que me parece imposible cumplir. Yo no soy periodista en el área policíaca. No sé nada de eso.
- Pero es mi hijo Manuel entiendes que se ha ido hace veinte días y ha desaparecido. He hablado con las autoridades en Brasil pero nada saben. Podría ir yo pero no puedo dejar mi puesto aquí, esto no va adelante si no estoy. ¿Me entiendes ahora? Necesito de alguien como tú, que investigue el paradero de mi hijo en Brasil. Lo quiero de vuelta, vivo o muerto.
Elisa le interrumpe, gesticulando con las manos.
- ¡Hombre no hables así! Seguro que está bien. A lo mejor se ha enamorado de alguna chica brasileña y están en luna de miel.
Mario le mira aún más serio.
- No me vengas con tus bromas. Estoy muy preocupado. Manuel estaba investigando el tráfico de drogas. Quería hacer un gran reportaje sobre el tema. Yo le aconsejé varias veces que no fuera pero ya sabes como es el chico, un cabezón. Así que tomó un avión y cuando me di cuenta ya estaba en territorio brasileño. Nada pude hacer. Hablaba con él todos los días, estaba en Rio de Janeiro, viviendo cerca de una chabola que no me acuerdo el nombre. En su último contacto me dijo que se marchaba al día siguiente a Salvador de Bahia, que es una región a la que llaman de Nordeste. Desde entonces no he recibido más noticias suyas. No sé qué le habrá pasado.
- Bueno, - le dice Elisa ya recuperada del susto – sé que confías en mí, y lo haré.
Esta vez Mario le sonríe y le abraza.
- Mira – le dice – tendrás que arreglar unas cosas. Lo primero es el idioma, pero eso lo cuido yo. Mañana te doy noticias.
- Vale – le contesta, su voz sale baja y en un tono triste. Mario lo percibe.
- ¿Por qué no te llevas a Pablo? Seguro le iría bien el clima de Brasil. Elisa le mira haciendo cara de mala.
- ¿A Pablo? No, él tiene su trabajo aquí, no creo que quiera ir. Además, nuestro matrimonio no va bien.
- Lo siento. No sabía que estabas pasando por eso.
- Sí, hasta desconfío que tenga otra.
- ¡Hombre! ¿Qué tontería es esa? Pablo te quiere mucho.
- Creo que no. Ya no nos llevamos bien como antes. Creo que me va a pedir el divorcio a cualquier momento. Alejarme de él, quizá sea bueno. No sé. Se lo diré a ver como reacciona. Ya te lo contaré. Bueno. Vuelvo a mi mesa. Tengo unos informes que enviar. Gracias por el café Mario.
- Vale. Gracias a ti por aceptar el trabajo. Mira ahí viene tu profesor de portugués. Voy a hablar con él y ya te lo presento.
Mario le da un beso en la mejilla y se aleja por el pasillo. Elisa se queda inmersa en sus pensamientos sin percibir al hombre alto y moreno que acompaña a Mario hacia su sala.
II
Roberto: el profesor.
El despertador suena insistentemente, con una de las manos lo busca hasta que lo encuentra y con un gesto sencillo aprieta el botón que silencia al aparato. Son las seis en punto, todavía hay tiempo para dormir un poco más. El hombre cierra los ojos pero algo le recuerda que tiene una cita muy importante, a las ocho y media. Se levanta de un salto, abre su agenda confirmando el horario. Tiene hambre y ganas de bañarse. Se dirige al baño, abre el grifo, el agua sale, caliente, mojando su cuerpo y su piel negra. Sólo al terminar, cuando abre la puerta se da cuenta de que no ha recogido la toalla. Tendrá que ir a buscarla al otro lado del piso, al lado de la cocina. Sale del cuarto de baño desnudo, el agua escurre por todo su cuerpo hasta el suelo haciendo pequeños charcos. Sus pies, mojados dejan huellas de agua, pero el hombre sigue enfrente sin preocuparse con eso. Su mirada se centra en las ventanas que hay en el piso. Tiene recelos de que le pillen así, en pelotas. – a lo mejor nadie ha despertado todavía – piensa – Llega hasta la cocina entra en la habitación y coge la toalla. Tiene algo de prisa y ya seco del todo, pone la cafetera, pan en el horno y la tele. A fuera percibe algunas luces encendidas, se asoma a una de las ventanas, la abre con cuidado, sin hacer ruido, el aire frío madrileño le asalta de golpe la cara. El hombre cierra los ojos por un instante, abriéndolos poco a poco. Su piso es el tercero, abajo, en el segundo, del otro lado ve una ventanilla abierta. Allí hay algo que le interesa. Una chica en su ducha matinal. – boa – dice - muito boa – Pasa un rato allí, colgado en la ventana, mirando hacia abajo, observando el cuerpo de aquella joven duchándose, ahora su piel se cubre con la espuma blanca del jabón. – que delicia – dice el hombre que la observa. Ella sigue su ritual, bajo el agua quitando con las manos aquella piel blanca. Sus dedos entre pasan por su pelo, largo. En un último gesto, levanta una de las piernas lavándose el muslo Enseguida coge un recipiente y lo aprieta con fuerza de donde sale una crema, que con una de las manos recoge pasándola por sobre sus pequeños senos que a su toque se erizan rápidamente. El hombre imagina que aquella mozuela no deba de tener más de veinte años. Piensa en ligar con ella. En su cabeza un mundo de posibilidades de construyen. Le esperará cerca de su edificio para intentar conversación. ¿Le gustarán los negros? –piensa – sí cree que sí. Hace un montón de planes en aquellos pocos segundos hasta que una gota cae sobre su mano. Mira hacia el cielo diciendo:
- Gris. Joder, va a llover. Ai São Pedro tenha piedade de mim. Agora não.
Al terminar de decir esto empiezan a caer unas gotas más que de pronto se transforman en lluvia. El hombre cierra la ventana de prisa, antes echa un beso hacia la chica, que no le ve e sigue en el baño secándose. Va hasta la habitación donde se viste y se peina. Vuelve a la cocina y mientras se sirve de café y pan mira hacia la ventana. Las gruesas gotas de lluvia se chocan al cristal haciendo algo de ruido. El hombre traga el pan con mantequilla muy deprisa, quiere hacer lo mismo con el café pero este está muy caliente y le quema la lengua. Consulta el reloj, son las siete y media. Hace cuenta del tiempo que le queda libre. Piensa en el metro, será la mejor opción, la más rápida para llegar hasta el periódico. Termina el desayuno y recoge su agenda, un bolígrafo, el móvil y la billetera. La abre y cuenta el dinero. – es suficiente – dice. Abre la puerta y antes de bajar la escalera, se acuerda de recoger el paraguas. No le gusta usarlo pero llueve mucho. Va a mojarse y eso no queda bien. Baja muy deprisa y llega hasta la calle. Hace frío y llueve mucho. Abre el paraguas. Sigue hasta la estación, hay poca gente en la calle. Pasan los coches a su lado, algunos van muy prójimos, pasando por los charcos que la lluvia forma y mojándole los pantalones. El hombre se pone algo nervioso y grita:
- Hijos de puta, ya veréis que os hago yo cuando vayáis a Bahia.
Se rie, y la gente le mira. Llega a la estación. Hay un metro parado, sube y espera. Poco después baja cerca de una plaza. Hay muchos árboles. Ha parado de llover, cierra el paraguas y con la punta de los dedos agita el pantalón mojado. Delante de él hay un edificio largo y ancho de dos plantas. En lo alto hay un letrero donde se lee: El Rey. El hombre sigue hasta la puerta principal, allí hay un señor de unos cuarenta años. Va vestido de uniforme y lleva un arma colgado al cinturón. Le mira muy serio. El hombre le saluda sonriendo le pide para acceder al edificio. Antes se identifica enseñándole su identidad.
EN EL PERIÓDICO
- ¡Hola! Soy el profesor Roberto. Estoy citado con el señor Mario a las ocho y media, pero ya son las nueve, llego de retraso, ¿puede dejarme pasar?
- Un momento por favor, voy ver si le atienden.
Pasan unos minutos hasta que la puerta de cristal se abre.
- Pase usted y suba al segundo piso, sala 304. Le espera el señor Mario.
- Bueno sí, gracias. Eso ya lo sabía.
El guardia le mira desde lejos, aún serio, acompaña todos los movimientos de Roberto que sigue deprisa hasta el ascensor. En el interior hay un espejo, puesto en uno de los lados, se mira y arregla el pelo. – cabelo duro – dice – en tono alto. Llega al segundo piso, la puerta del ascensor se abre, en el suelo hay un tapiz de color rojo que conduce hasta una sala por todo el pasillo. El hombre mira los números en las puertas. Hay muchas. Va viendo puerta tras puerta, hasta que llega en la 304. Baja la mirada hacia el suelo, allí termina el tapiz rojo. En el cristal de la puerta se lee: El Rey: Oficina de Redacción y administración.
Abre, pasa y habla con una chica que está cerca. Ella le enseña una sala, la mayor de todas. Al lado hay un pasillo y un sofá. Allí deberá sentarse y esperar. Mientras se dirige hacia el lugar indicado, sus ojos observan el ambiente alrededor, es una sala amplia, un gran salón, hay mucha gente que habla al mismo tiempo, unos escuchan mientras toman café, otros están delante del ordenador sin moverse, sin siquiera pestañear. Al fondo, un grupo de mujeres le observa, hablan muy bajo y siempre al oído de las compañeras. Él intenta una sonrisa, discreta, ellas se ríen, volviendo a sus mesas. El hombre piensa que ha hecho mal con aquello, baja la cabeza y siente una mano que le sujeta el hombro. Se levanta y comprende la actitud de las chicas de antes. Delante de él está Mario, el jefe del periódico.
- ¡Hola! ¿Qué tal te va?
- Bien, gracias.
- Roberto, ¿así me dijiste que te llamabas?
- Sí, eso. Me llamo Roberto da Silva de Jesus.
- Soy Mario, el jefe de este periódico. Vamos a mi despacho. Por aquí, entra y siéntate.
Roberto está algo nervioso, hace lo que Mario le ordena, entra y se sienta frente a la mesa, la silla le parece muy cómoda y eso hace con que relaje un poco. El aire huele fuerte a tabaco. Eso le molesta pero tiene que aguantarlo porque necesita de aquel trabajo. Pone sobre la mesa su agenda y su móvil. A sus espaldas escucha a Mario que antes de cerrar la puerta grita:
- Ana…, Ana…, donde estás coño, anda trae dos cafés porfa.
La puerta se cierra y un silencio nuevo se hace. Mario se sienta al otro lado de la mesa, se acerca cruzando los dedos de las dos manos, poniendo una sonrisa que le sugiere a Roberto un tono de desconfianza.
- ¿Así que eres profesor de portugués? A ver…
En los momentos que siguen Roberto se ve respondiendo a miles y miles de preguntas hechas por Mario que va escuchando y leyendo su curriculum.
- Muy bien. Dice por fin. Creo que eres la persona justa para lo que quiero hacer. Necesito que le enseñes a una de mis periodistas el portugués de Brasil. Tendrás dos semanas. Un curso intensivo. ¿Crees que puedes hacerlo?
Roberto, que aún intentaba recuperarse del interrogatorio anterior, busca ahora entenderlo que tiene que hacer, hace cuenta mientras habla con Mario sobre las posibilidades de un perfecto éxito. El otro le mira atentamente como que queriendo leer sus pensamientos por los ojos. Roberto intenta mantenerse calmo, sus manos están frías y el olor a humo sigue molestándole. Va a contestar cuando la puerta se abre, llega el café. Ana le sirve, con un movimiento suave y sencillo, haciendo una pequeña a su frente, dejando a muestra su precioso escote, y el volumen que amenaza saltar, agitándose en su capullo de lana, hipnotiza la mirada de Roberto, que cierra las piernas intentando mantener la concentración en las palabras de Mario.
- ¿Fumas? Le pregunta, a lo que Roberto le contesta con un gesto negativo.
- Bueno, haces bien. Mírame, empecé muy temprano y hoy soy un drogadicto. No hay dios que me haga dejar el cigarrillo. Esta mierda me está matando poco a poco. Entonces, qué me dices, aceptas el trabajo, ¿sí o no?
Roberto aún tarda unos segundos en pronunciar su sí. Le sale seco, casi perdido. Y completa:
- Pero, sí no se importa, me gustaría saber sobre el pago. Si podemos acertarlo hoy mismo.
Mario, que llevaba a la boca una taza de café mientras sujetaba en la otra un cigarrillo. Deja a ambas cosas sobre la mesa y se levanta, paseando por la sala, con las manos en los bolsillos hasta llegar muy cerca de Roberto, diciéndole:
- Oye, con el dinero tú no te preocupes. Sólo tienes que decirme cuanto me va a costar eso y ya está. A mí lo que interesa es el resultado, ¿me explico?
- Sí, claro, pero es que… Roberto quiere explicarle a Mario su manera de trabajar, de acertar el pago. Tiene en realidad que pagar algunas cosas, y recibir ese dinero adelantado será su salvación. Pero Mario, le interrumpe con un gesto va hasta su mesa y coge su cheque.
- ¿Cuánto quieres?
Después de todo acertado, los dos salen del despacho, Roberto, ahora sintiendo en el bolsillo de su abrigo el peso del gordo cheque que le ha dado Mario, tiene una larga sonrisa en la cara. Casi nadie les nota porque hay mucho trabajo. Roberto imagina que allí no hay tiempo que se pueda perder, excepto cuando no esté el jefe. Desde lejos, puede percibir algunas miradas, que le hacen pensar y pensar en como seria bueno trabajar allí, en un ambiente de aquellos tendría mucho que hacer, principalmente después de conocer al personal femenino. Sus ojos paseaban por todo el sitio, mientras acompañaba a Mario que le iba contando cosas y cosas que sucedían allí. Pero su atención estaba dedicada en los cuerpos bien hechos de las muchachas que a todo momento le cruzaban el camino. Había hombres también, incluso algunos le miraban insistentemente, poniendo una sonrisa al rincón de la boca. Malo –decía en sus pensamientos – esto es malo muchacho. Y más adentro, otra voz le gritaba – esse é viado – sem dúvida. Escuchar ese comentario, desde su interior le producía algo de risa que escondía bajando la mirada hacia el suelo. Mario se detuvo un instante para atender al móvil. Terminando le sujetó por el brazo diciéndole:
- Entra y espérame ahí, es esta su sala, voy a buscarla.
Mario le abrió la puerta dejándole pasar. Una vez dentro, se cerró la puerta. De nuevo se hizo un gran silencio. El aire estaba puro, limpio. Roberto hasta podía sentir un olor a perfume. Aquello le recordaba algo pero no supo decir a que. Dejó eso a parte y fijó sus ojos en la pequeña sala. Donde no había más que un sofá de dos plazas, una mesa y una silla de plástico. Sobre la mesa, había algunas fotos, y muchos papeles, algunos con anotaciones en rojo. El ordenador estaba encendido en una página Web de moda, las paredes eran todas de cristal, sólo una pequeña parte inferior se hacia de madera. Iba a asomarse al cristal la puerta se abrió apareciendo a través de ella Mario.
- Roberto, esta es Elisa tu nueva alumna de lengua portuguesa.
- Encantado. – Le contestó el profesor tendiéndole la mano.
- Dios mío. – le contestó ella – el hombre de mis sueños.
Al instante siguiente se produjo un mar de miradas en las que cada uno de los dos hombres intentaba entender lo dicho por Elisa.
- ¿Qué dices? Le preguntó Mario. Es el profesor de portugués, ¿te acuerdas?
Elisa bajó la cabeza cerrando los ojos por un nada de tiempo volviendo la mirada hacia Roberto que todavía le esperaba con la mano tendida en el aire y una falsa sonrisa. Elisa le apretó la mano diciéndole;
- Sí, encantada Roberto, perdona es que estoy escribiendo un texto y estoy con el en la cabeza todo el tiempo. ¿Cuándo empezamos nuestras clases? Tenemos poco tiempo.
- Bueno sí, es verdad. Si tienes la tarde libre, podríamos empezarlo ya hoy. Tú me dirás.
A esta conversación escuchaba Mario atentamente de brazos cruzados con una mano sujetando la gorda cara. Intervino en ese momento haciendo señal para Elisa que le había mirado para saber de él sobre su tiempo libre.
- Elisa, ya sabes lo que hemos acertado, por eso quiero que dispongas de todo el tiempo que puedas. – le dijo mirándola fijamente. – Y usted – dijo – poniendo levemente el pulgar sobre el pecho de Roberto – ya sabe que lo que me interesa es el resultado, nada más que eso. Tenéis dos semanas. Os dejo, tengo yo mucho que hacer en mi despacho. Diciendo esto, le apretó la mano a Roberto dio la media vuelta y salió al grito:
- Ana… Ana… ¿dónde coño estás Ana? Llévame un café al despacho. Porfa.
La puerta se cerró de nuevo y el mismo silencio de antes volvió. Roberto y Elisa estaban ahora sentados casi frente a frente. Las miradas eran inevitables. Uno media al otro buscando detalles. Aquello iba a ser bueno – pensaba Roberto. – muy bueno, mientras que Elisa, no dejaba de pensar en como iba a relacionarse con aquel hombre. El hombre que estaba en sus pensamientos. El hombre que le había dicho en su sueño: te quiero.
I
Noche
Se despertó sobresaltada, miró en la oscuridad buscando el rostro del hombre.
- Es imposible – se dijo en voz baja. No lo podía creer. ¿Había sido todo un sueño, nada más que eso? Tocó su cuerpo y sintió el cálido sudor, llevó su mano táctil aún más abajo, entre sus piernas, sintió de pronto el líquido que desde sus entrañas le brotaba.
- ¡Dios mío! - Pensó. - ¿Qué había sido todo aquello? ¿Tan real? Y de repente todo desapareció. A su lado, inerte como una montaña, Pablo, su marido, dormido hasta lo más profundo que uno pueda creer. Le dio ganas de llamarle, de consumar el sueño, de hacerlo realidad, pero sería inútil, cuando se acostaba dormía como una piedra, además, pablo ya no era el mismo de antes. Ya no hacían el amor como antaño. Vivían juntos, eran marido y mujer, tenían hijos, eran una familia, pero nada más que eso. Su matrimonio no existía bajo las sábanas. Elisa salió de la cama con cuidado, el suelo frío de la madrugada le tocó los pies y Elisa soltó un gemido, un breve y bajo ¡uuuhh! La mano aún entre las piernas, como que llevando algo sujetado entre ellas. Estaba desnuda, como de costumbre. Aquello le gustaba, le sentaba bien, le daba una increíble sensación de libertad, algo que a veces no existía en su vida, además, estaban en primavera y por las noches hacía bastante calor. A su marido Pablo no le tocaba tanto la cosa, pero a Elisa sí. Tan pronto se acostaba le empezaba el sudor por todo el cuerpo. Al principio Pablo le miraba discretamente paseando desnuda por la habitación, ella lo percibía y lo intensificaba sólo para provocarle, pero, con el paso del tiempo aquello ya no servía. Por más que lo hiciera, nada le resultaba bien y al menor gesto de intentar acercarse, él le volvía las espaldas tapándose hasta las orejas. Otras veces, por el mucho insistir de Elisa, se levantaba, serio y salía de la habitación con alguna excusa tonta. Volvía mucho después, cuando ya ella tomada por el sueño, se entregaba a las sábanas, desnuda, destapada, en una última jugada. Se despertaba a las tantas, percibiendo tristemente que nada había ocurrido.
Encendió la luz del cuarto de baño, vio su rostro reflejado en el espejo.
¡Pervertida! Se dijo a si misma y le salió una larga sonrisa. Una como hacía ya mucho no le salía. Se sentó en el retrete, cerró los ojos por un rato y dejó que finalmente su cuerpo relajara por completo. El precioso líquido, ahora ya casi sin vida, escaso, se iba. No podía creer como aquello le pasara. Como lo había tan real. Pero tos un sueño. Un bonito sueño en la madrugada, nada más que eso, estaba segura. ¿Qué haría? Pensó. Se lo contaría a su marido. No – Pensó casi pronunciando las palabras. ¡Estás loca! – Se dijo a sí misma – y se puso a recordar una vez más los mágicos momentos del sueño que había tenido aquella noche. Cerró los ojos y pudo ver de nuevo el rostro del hombre que había estado con ella en su sueño. Sintió aún su cuerpo, su calor, sus manos buscando otras, las suyas, fuertes y grandes, y ella, se vio entregándose a aquel hombre que nunca antes había visto. Era tan real, como si estuvieran allí en su propia habitación. No había miedo. Se querían, se deseaban, lo sabía, y eso era suficiente Elisa recordó cómo aquel hombre desconocido le tomó por la cintura y le echó en la cama. Y ella, dejándose llevar, se lo permitía todo. Sus caricias le tomaban por completo, allí sentada al retrete sintió una vez más sus labios en los suyos, su beso sencillo, suave, y al mismo tiempo eléctrico. Su cuerpo se puso todo erizado al toque, sus manos temblaban, pero él le sujetaba firme, fuerte, ella casi no podía moverse, le tenía una de las manos en la cintura mientras otra deslizaba por su cuello hasta la nuca. Ahora le sofocaba en un beso profundo, sus pensamientos, todo un mezclar de deseos, de sensaciones muchas, todo aquello la dejaba loca. Elisa abría y cerraba los ojos y sentía que el momento se acercaba, el punto mayor de dos cuerpos en movimiento, en un sólo golpe lo agarró por el pelo y presionó su cabeza hacia su pecho, sintiendo el máximo placer que le llegaba, un disparar de energías varis por todo su cuerpo, sus piernas ahora temblaban abiertas en el aire. Quiso gritar pero las palabras no le salieron. Recordó entonces que escuchara la voz del hombre, el hombre de sus sueños diciéndole: – Te quiero. Sus palabras sonaban una y otra vez en los pensamientos de Elisa. Se acordó del silencio que se hizo al instante siguiente. Elisa le miraba pero ya no veía sus ojos, ni su pelo, ya no lo sentía entre sus piernas, y poco a poco su cuerpo se alejaba, ella desesperada y aún mareada por el goce intentaba tocarle, agarrarle la mano, pero era como intentar agarrar el humo de un cigarrillo. Y así fue hasta que desapareció por completo, cerrándose el ambiente aquel en la más completa oscuridad. En ese momento Elisa se despertara, buscando su amante el la soledad del cuarto. Sólo no entendía cómo había sido tan real. Abrió los ojos levantándose del retrete, abrió la ducha, tenía el cuerpo en llamas, necesitaba calmar aquel fuego, sabía que sería inútil despertar a Pablo. Aquello nunca antes le había ocurrido. Era de un sueño muy tranquilo, aunque a veces se despertaba en medio la noche para tomar un poco de agua que dejaba en la mesilla de noche en una jarra de cristal. Pablo nunca se despertaba y ella le miraba por muchos minutos, le hacía un cariño, sin despertarle, y en esos momentos recordaba como antes él le despertaba a ella, a las tantas, y en medio a muchas caricias se amaban frenéticamente. Y después del amor, dormían abrazados aún sintiendo el olor de sus sexos y el cálido sudor de sus cuerpos bajo las sábanas. En las noches de lluvia, Elisa se despertaba casi siempre, el sueño le escapaba. Pero le gustaba oír el ruido de la lluvia que sonaba fuerte afuera. Se acercaba a la ventana de su habitación y allí se quedaba por horas mirando en la oscuridad la lluvia que caía y que mojaba todo su jardín. Había domingos de lluvia también y vez por otra, se echaba bajo la lluvia como si aquello fuese un momento que no volvería. – La lluvia me fortalece. Le decía a Pablo que cuando estaba en casa la miraba, mojada y feliz con los brazos abiertos girando, una y otra vez. Intentaba ella, haciendo movimientos con las manos, convencerle a él de que le acompañara hasta el jardín. Pero a Pablo no le gustaba aquello. Aún así, Elisa lograra una o dos veces agarrarle y ponerle bajo el agua fría del temporal. Luego estaban abrazados, besándose mucho, arrodillados en medio a rosales y tulipanes. Antonio, el señor que cuidaba el jardín asistía a todo, de brazos cruzados, con una mano en la mejilla, casi soltando un “cuidado” a los patrones. Cuando terminaban de besarse y de hacerse mil promesas y caricias se acercaban a la casa, bajo la mirada del jardinero que no era capaz de reprocharles, frente a la felicidad que brotaba en ambos. Pablo, en esas pocas veces levantaba en los brazos a Elisa y los dos marchaban hacia la habitación, para sólo volver horas después. Salió del cuarto de baño e involuntariamente tocó su sexo, aún estaba cálido, deseante. Miró hacia su cama, Pablo dormía profundamente, envuelto en las sábanas hasta el cuello. Quería despertarle, ensayó unos pasos hacia él sólo entonces se dio cuenta de que la ventana del cuarto estaba abierta. ¿Pero cómo era posible? Recordó que ella misma la había cerrado al principio de la noche cuando Pablo ya iba de mucho dormido. Las noches al lado de su marido eran el retrato más perfecto del teatro que un matrimonio podía realizar. Él era el primero a acostarse. Nunca leía nada por la noche. Llegaba, se bañaba y a la mesa desarrollaba el mismo diálogo de tantos otros días. Las mismas preguntas, las mismas respuestas. Elisa estaba harta de todo aquello. Deseaba a su marido pero por otro lado no aguantaba más su rechazo noche tras noche. Su vida al lado de Pablo iba de mal en peor. A ella le gustaba quedar algunas horas sentada del sillón que ocupaba uno de los rincones de la habitación leyendo un libro o una revista de moda. A veces intentaba el diálogo con Pablo, para atraer su atención, pero este se volvía hacia el otro lado de la cama sonando un articulado “sí, mañana conversamos”. Elisa ahora miraba la ventana abierta y pensó que a lo mejor Pablo la hubiera abierto mientras ella dormía. Había sólo dos empleados en la casa, Dorotea, la sirvienta y el jardinero, a quien Elisa llamaba cariñosamente de don Antonio, pero ningunos de ellos se atrevería a llegar hasta su habitación sin antes llamar. Dejó las preguntas de lado y cerró la ventana ruidosamente. Pablo ni siquiera se movía. Se echó a la cama. Ahora sólo le interesaba dormir. Su cuerpo estaba finalmente relajado y al acostarse sintió el dulce cansancio de una noche de amor intenso. Cerró los ojos tapándose con la gruesa colcha de lana.
Amanece en casa de los Juarez. Elisa como siempre está retrasada. No sabe o no se acuerda dónde ha dejado las llaves del coche. Pablo, su marido, aún se baña, no tiene prisa. Sabe que luego estará solo en casa y que podrá llamar a Blanca. Elisa dentro del coche mira una vez más hacia la puerta, espera que Pablo aparezca como lo hacía antes, con el cuerpo mojado envuelto en la tolla. Eran tiempos de mucha felicidad. Le gritaba y le echaba un beso.
- Toma agárralo. - Le decía.
Espera pero sabe que él no vendrá. Hace ya algún tiempo que no lo hace. Elisa siente que su matrimonio va poco a poco ahogándose en lo incierto, en lo dudable. La rutina tiene la culpa, - piensa. - Pero, en verdad sabe que no es eso. Hay más. Su marido ya no es el mismo. A lo mejor tiene otra, - imagina esto mientras mira hacia atrás, girando el volante. Pone el cambio y cuando está lista para seguir viaje sus ojos pasean rápidamente por la ventana de su habitación, en lo alto. Está abierta y las cortinas bailan hacia fuera, como anoche, cuando tuvo el sueño. ¡Qué sueño! – Se dice a sí misma casi en voz alta. Mira hacia adelante y empieza a conducir. Por la calle pasan los árboles con sus hojas bonitas. Es la primavera que se presenta, hay flores de mil colores, una sensación de alegría le llena el pecho a Elisa. Conduce el coche hábilmente pero sus pensamientos hora están en otro sitio. “Te quiero”. - Le dijo el hombre del sueño. Su voz era suave, dominante y repetía una y otra vez la misma frase: “te quiero”. Ella tentara contestarle pero las palabras no le salían. No sonaban. Abrió los ojos de golpe a causa de la bocina de otro coche al lado del suyo. Sólo entonces se dio cuenta que hubiera cerrado los ojos al volante por un instante mientras conducía.
- ¿Te pasa algo? Le grita el hombre del coche.
- Nada. Estoy bien. – Le contesta alto. – Ha sido un despiste, nada más. ¡Gracias! - Le dice seca.
El conductor, sube el cristal y sigue carretera adelante. Sin nada más decir. Pudo antes Elisa percibirlo. Un hombre blanco, de pelo lacio y negro. Bien vestido, y serio. Un buen ligue, piensa riéndose de su propia malicia. Y añade con una larga carcajada.
- Quizá sea el del sueño. Pero no, - se corrige- aquel era más guapo que ese.
- ¡Uy!, mucho más nena.
Pone la radio. El camino hacia su trabajo es corto. Pronto llega a la oficina. Aparca y sube la escalera del patio rápidamente, como hace todos los días. Al llegar a su mesa hay una nota de su jefe, donde lee: ven a mi sala, tan pronto llegues. Mario, su jefe, es un buen hombre. Y excelente administrador. Para muchas mujeres, quizás un macho interesante, pese a la avanzada edad. Para Elisa, es sólo su jefe, recoge el papel, los demás le miran, a lo que ella contesta con su costumbrero: !Hola!. Pero hay algo más en las miradas de sus compañeros que le hace pensar: ¡Aquí hay gato encerrado! – piensa - ¿Por qué me miran todos así? Y esta nota, ¿por qué me quiere tan pronto en su sala? Elisa está curiosa y a una mujer la curiosidad es algo difícil de controlar, pero no tiene respuestas. Da unos pasos en dirección a la sala. Mira hacia dentro a través del cristal. Mario está sentado leyendo un periódico y no le ve. Elisa abre la puerta y echa un tímido “hola”. Mario baja el periódico que antes le tomaba toda la visión frontal y le dice:
- ¿Tú? ¡Qué bueno que hayas llegado!
- Siéntate. Le pide mientras arregla el periódico.
Pero Elisa no lo hace. Se queda de pie. El fuerte olor a tabaco está presente en toda la sala. Sobre la mesa de su jefe hay muchos papeles, los diarios, todos. El móvil, un paquete de cigarrillos, y algo más, una carpeta roja. Elisa conocía muy bien todos los objetos que había allí, y aquella carpeta era cosa nueva. Era de un tipo incomún, normalmente usaban unas de plástico más modernas, aquella era de cartón y ya estaba un poco estropeada. Su curiosidad aumentaba pero nada más pudo pensar porque en ese instante percibe la mirada fija de Mario. Él se acerca rápidamente y ella sigue sin moverse de su sitio. Ya junto a ella, Mario pone sus manos sobre los hombros de ella y con una sonrisa típica le dice:
- Necesito tu ayuda.
- Sí bueno. ¿Y eso? ¿Por qué me miras así?
Elisa percibe que pese a su sonrisa, Mario le quiere decir algo que no es bueno.
- Iré directo al grano. El caso es que el mes que viene te vas a Brasil.
Elisa levanta las manos y cubre la boca en sorpresa.
- ¿A Brasil? ¿Cómo a Brasil? ¿Qué voy yo a hacer allí?
- Bueno, Elisa haces muchas preguntas, calma y ya te lo explicaré todo. Vamos a tomar un café.
Los dos salen de la sala. Mario le abraza y ella parece no haber encontrado respuesta para sus preguntas. Siguen por un pasillo hasta la maquina de café. Él le sirve y ella le agradece con una mirada seria y preocupada.
- Necesito que vayas a Brasil. – sigue - No sé exactamente a cuál ciudad, el país es inmenso, e igual la población. Tendrás dos semanas para preparar tus cosas, aprender el idioma, etcétera. Allí el portugués lo hablan de una forma distinta que no es igual a la de Portugal. Estoy en contactos para encontrar a un buen profesor, que te pueda dar unas clases. Hoy viene un chico y ya veremos eso.
- Pero Mario, ¿cómo voy a Brasil? Tengo mis cosas acá. Mi vida. No puedo salir así y quedarme fuera un mes.
- Cinco meses. Le corrige Mario. – Te quedarás fuera cinco meses para investigar el desaparecimiento de una persona.
- ¿Cinco meses? ¿No hay otro que pueda ir?
- Oye Elisa, es un trabajo que requiere alguien muy listo. Brasil no es un país para que cualquiera se meta y salga a las maravillas. Creo que esa persona eres tú. No tengo a nadie más en quien pueda confiar. Eres la mejor periodista que tengo.
Elisa le mira, aún no sabe porque tiene que ir a un país tan distante. Siente en la boca el sabor del café caliente. Su mirada se baja hacia la taza buscando detalles en la pintura. Mario también le mira. Sabe que tiene que decirle algo más. Quizás la peor parte. Antes que empiece ella se adelanta.
- Me estás confiando algo que me parece imposible cumplir. Yo no soy periodista en el área policíaca. No sé nada de eso.
- Pero es mi hijo Manuel entiendes que se ha ido hace veinte días y ha desaparecido. He hablado con las autoridades en Brasil pero nada saben. Podría ir yo pero no puedo dejar mi puesto aquí, esto no va adelante si no estoy. ¿Me entiendes ahora? Necesito de alguien como tú, que investigue el paradero de mi hijo en Brasil. Lo quiero de vuelta, vivo o muerto.
Elisa le interrumpe, gesticulando con las manos.
- ¡Hombre no hables así! Seguro que está bien. A lo mejor se ha enamorado de alguna chica brasileña y están en luna de miel.
Mario le mira aún más serio.
- No me vengas con tus bromas. Estoy muy preocupado. Manuel estaba investigando el tráfico de drogas. Quería hacer un gran reportaje sobre el tema. Yo le aconsejé varias veces que no fuera pero ya sabes como es el chico, un cabezón. Así que tomó un avión y cuando me di cuenta ya estaba en territorio brasileño. Nada pude hacer. Hablaba con él todos los días, estaba en Rio de Janeiro, viviendo cerca de una chabola que no me acuerdo el nombre. En su último contacto me dijo que se marchaba al día siguiente a Salvador de Bahia, que es una región a la que llaman de Nordeste. Desde entonces no he recibido más noticias suyas. No sé qué le habrá pasado.
- Bueno, - le dice Elisa ya recuperada del susto – sé que confías en mí, y lo haré.
Esta vez Mario le sonríe y le abraza.
- Mira – le dice – tendrás que arreglar unas cosas. Lo primero es el idioma, pero eso lo cuido yo. Mañana te doy noticias.
- Vale – le contesta, su voz sale baja y en un tono triste. Mario lo percibe.
- ¿Por qué no te llevas a Pablo? Seguro le iría bien el clima de Brasil. Elisa le mira haciendo cara de mala.
- ¿A Pablo? No, él tiene su trabajo aquí, no creo que quiera ir. Además, nuestro matrimonio no va bien.
- Lo siento. No sabía que estabas pasando por eso.
- Sí, hasta desconfío que tenga otra.
- ¡Hombre! ¿Qué tontería es esa? Pablo te quiere mucho.
- Creo que no. Ya no nos llevamos bien como antes. Creo que me va a pedir el divorcio a cualquier momento. Alejarme de él, quizá sea bueno. No sé. Se lo diré a ver como reacciona. Ya te lo contaré. Bueno. Vuelvo a mi mesa. Tengo unos informes que enviar. Gracias por el café Mario.
- Vale. Gracias a ti por aceptar el trabajo. Mira ahí viene tu profesor de portugués. Voy a hablar con él y ya te lo presento.
Mario le da un beso en la mejilla y se aleja por el pasillo. Elisa se queda inmersa en sus pensamientos sin percibir al hombre alto y moreno que acompaña a Mario hacia su sala.
II
Roberto: el profesor.
El despertador suena insistentemente, con una de las manos lo busca hasta que lo encuentra y con un gesto sencillo aprieta el botón que silencia al aparato. Son las seis en punto, todavía hay tiempo para dormir un poco más. El hombre cierra los ojos pero algo le recuerda que tiene una cita muy importante, a las ocho y media. Se levanta de un salto, abre su agenda confirmando el horario. Tiene hambre y ganas de bañarse. Se dirige al baño, abre el grifo, el agua sale, caliente, mojando su cuerpo y su piel negra. Sólo al terminar, cuando abre la puerta se da cuenta de que no ha recogido la toalla. Tendrá que ir a buscarla al otro lado del piso, al lado de la cocina. Sale del cuarto de baño desnudo, el agua escurre por todo su cuerpo hasta el suelo haciendo pequeños charcos. Sus pies, mojados dejan huellas de agua, pero el hombre sigue enfrente sin preocuparse con eso. Su mirada se centra en las ventanas que hay en el piso. Tiene recelos de que le pillen así, en pelotas. – a lo mejor nadie ha despertado todavía – piensa – Llega hasta la cocina entra en la habitación y coge la toalla. Tiene algo de prisa y ya seco del todo, pone la cafetera, pan en el horno y la tele. A fuera percibe algunas luces encendidas, se asoma a una de las ventanas, la abre con cuidado, sin hacer ruido, el aire frío madrileño le asalta de golpe la cara. El hombre cierra los ojos por un instante, abriéndolos poco a poco. Su piso es el tercero, abajo, en el segundo, del otro lado ve una ventanilla abierta. Allí hay algo que le interesa. Una chica en su ducha matinal. – boa – dice - muito boa – Pasa un rato allí, colgado en la ventana, mirando hacia abajo, observando el cuerpo de aquella joven duchándose, ahora su piel se cubre con la espuma blanca del jabón. – que delicia – dice el hombre que la observa. Ella sigue su ritual, bajo el agua quitando con las manos aquella piel blanca. Sus dedos entre pasan por su pelo, largo. En un último gesto, levanta una de las piernas lavándose el muslo Enseguida coge un recipiente y lo aprieta con fuerza de donde sale una crema, que con una de las manos recoge pasándola por sobre sus pequeños senos que a su toque se erizan rápidamente. El hombre imagina que aquella mozuela no deba de tener más de veinte años. Piensa en ligar con ella. En su cabeza un mundo de posibilidades de construyen. Le esperará cerca de su edificio para intentar conversación. ¿Le gustarán los negros? –piensa – sí cree que sí. Hace un montón de planes en aquellos pocos segundos hasta que una gota cae sobre su mano. Mira hacia el cielo diciendo:
- Gris. Joder, va a llover. Ai São Pedro tenha piedade de mim. Agora não.
Al terminar de decir esto empiezan a caer unas gotas más que de pronto se transforman en lluvia. El hombre cierra la ventana de prisa, antes echa un beso hacia la chica, que no le ve e sigue en el baño secándose. Va hasta la habitación donde se viste y se peina. Vuelve a la cocina y mientras se sirve de café y pan mira hacia la ventana. Las gruesas gotas de lluvia se chocan al cristal haciendo algo de ruido. El hombre traga el pan con mantequilla muy deprisa, quiere hacer lo mismo con el café pero este está muy caliente y le quema la lengua. Consulta el reloj, son las siete y media. Hace cuenta del tiempo que le queda libre. Piensa en el metro, será la mejor opción, la más rápida para llegar hasta el periódico. Termina el desayuno y recoge su agenda, un bolígrafo, el móvil y la billetera. La abre y cuenta el dinero. – es suficiente – dice. Abre la puerta y antes de bajar la escalera, se acuerda de recoger el paraguas. No le gusta usarlo pero llueve mucho. Va a mojarse y eso no queda bien. Baja muy deprisa y llega hasta la calle. Hace frío y llueve mucho. Abre el paraguas. Sigue hasta la estación, hay poca gente en la calle. Pasan los coches a su lado, algunos van muy prójimos, pasando por los charcos que la lluvia forma y mojándole los pantalones. El hombre se pone algo nervioso y grita:
- Hijos de puta, ya veréis que os hago yo cuando vayáis a Bahia.
Se rie, y la gente le mira. Llega a la estación. Hay un metro parado, sube y espera. Poco después baja cerca de una plaza. Hay muchos árboles. Ha parado de llover, cierra el paraguas y con la punta de los dedos agita el pantalón mojado. Delante de él hay un edificio largo y ancho de dos plantas. En lo alto hay un letrero donde se lee: El Rey. El hombre sigue hasta la puerta principal, allí hay un señor de unos cuarenta años. Va vestido de uniforme y lleva un arma colgado al cinturón. Le mira muy serio. El hombre le saluda sonriendo le pide para acceder al edificio. Antes se identifica enseñándole su identidad.
EN EL PERIÓDICO
- ¡Hola! Soy el profesor Roberto. Estoy citado con el señor Mario a las ocho y media, pero ya son las nueve, llego de retraso, ¿puede dejarme pasar?
- Un momento por favor, voy ver si le atienden.
Pasan unos minutos hasta que la puerta de cristal se abre.
- Pase usted y suba al segundo piso, sala 304. Le espera el señor Mario.
- Bueno sí, gracias. Eso ya lo sabía.
El guardia le mira desde lejos, aún serio, acompaña todos los movimientos de Roberto que sigue deprisa hasta el ascensor. En el interior hay un espejo, puesto en uno de los lados, se mira y arregla el pelo. – cabelo duro – dice – en tono alto. Llega al segundo piso, la puerta del ascensor se abre, en el suelo hay un tapiz de color rojo que conduce hasta una sala por todo el pasillo. El hombre mira los números en las puertas. Hay muchas. Va viendo puerta tras puerta, hasta que llega en la 304. Baja la mirada hacia el suelo, allí termina el tapiz rojo. En el cristal de la puerta se lee: El Rey: Oficina de Redacción y administración.
Abre, pasa y habla con una chica que está cerca. Ella le enseña una sala, la mayor de todas. Al lado hay un pasillo y un sofá. Allí deberá sentarse y esperar. Mientras se dirige hacia el lugar indicado, sus ojos observan el ambiente alrededor, es una sala amplia, un gran salón, hay mucha gente que habla al mismo tiempo, unos escuchan mientras toman café, otros están delante del ordenador sin moverse, sin siquiera pestañear. Al fondo, un grupo de mujeres le observa, hablan muy bajo y siempre al oído de las compañeras. Él intenta una sonrisa, discreta, ellas se ríen, volviendo a sus mesas. El hombre piensa que ha hecho mal con aquello, baja la cabeza y siente una mano que le sujeta el hombro. Se levanta y comprende la actitud de las chicas de antes. Delante de él está Mario, el jefe del periódico.
- ¡Hola! ¿Qué tal te va?
- Bien, gracias.
- Roberto, ¿así me dijiste que te llamabas?
- Sí, eso. Me llamo Roberto da Silva de Jesus.
- Soy Mario, el jefe de este periódico. Vamos a mi despacho. Por aquí, entra y siéntate.
Roberto está algo nervioso, hace lo que Mario le ordena, entra y se sienta frente a la mesa, la silla le parece muy cómoda y eso hace con que relaje un poco. El aire huele fuerte a tabaco. Eso le molesta pero tiene que aguantarlo porque necesita de aquel trabajo. Pone sobre la mesa su agenda y su móvil. A sus espaldas escucha a Mario que antes de cerrar la puerta grita:
- Ana…, Ana…, donde estás coño, anda trae dos cafés porfa.
La puerta se cierra y un silencio nuevo se hace. Mario se sienta al otro lado de la mesa, se acerca cruzando los dedos de las dos manos, poniendo una sonrisa que le sugiere a Roberto un tono de desconfianza.
- ¿Así que eres profesor de portugués? A ver…
En los momentos que siguen Roberto se ve respondiendo a miles y miles de preguntas hechas por Mario que va escuchando y leyendo su curriculum.
- Muy bien. Dice por fin. Creo que eres la persona justa para lo que quiero hacer. Necesito que le enseñes a una de mis periodistas el portugués de Brasil. Tendrás dos semanas. Un curso intensivo. ¿Crees que puedes hacerlo?
Roberto, que aún intentaba recuperarse del interrogatorio anterior, busca ahora entenderlo que tiene que hacer, hace cuenta mientras habla con Mario sobre las posibilidades de un perfecto éxito. El otro le mira atentamente como que queriendo leer sus pensamientos por los ojos. Roberto intenta mantenerse calmo, sus manos están frías y el olor a humo sigue molestándole. Va a contestar cuando la puerta se abre, llega el café. Ana le sirve, con un movimiento suave y sencillo, haciendo una pequeña a su frente, dejando a muestra su precioso escote, y el volumen que amenaza saltar, agitándose en su capullo de lana, hipnotiza la mirada de Roberto, que cierra las piernas intentando mantener la concentración en las palabras de Mario.
- ¿Fumas? Le pregunta, a lo que Roberto le contesta con un gesto negativo.
- Bueno, haces bien. Mírame, empecé muy temprano y hoy soy un drogadicto. No hay dios que me haga dejar el cigarrillo. Esta mierda me está matando poco a poco. Entonces, qué me dices, aceptas el trabajo, ¿sí o no?
Roberto aún tarda unos segundos en pronunciar su sí. Le sale seco, casi perdido. Y completa:
- Pero, sí no se importa, me gustaría saber sobre el pago. Si podemos acertarlo hoy mismo.
Mario, que llevaba a la boca una taza de café mientras sujetaba en la otra un cigarrillo. Deja a ambas cosas sobre la mesa y se levanta, paseando por la sala, con las manos en los bolsillos hasta llegar muy cerca de Roberto, diciéndole:
- Oye, con el dinero tú no te preocupes. Sólo tienes que decirme cuanto me va a costar eso y ya está. A mí lo que interesa es el resultado, ¿me explico?
- Sí, claro, pero es que… Roberto quiere explicarle a Mario su manera de trabajar, de acertar el pago. Tiene en realidad que pagar algunas cosas, y recibir ese dinero adelantado será su salvación. Pero Mario, le interrumpe con un gesto va hasta su mesa y coge su cheque.
- ¿Cuánto quieres?
Después de todo acertado, los dos salen del despacho, Roberto, ahora sintiendo en el bolsillo de su abrigo el peso del gordo cheque que le ha dado Mario, tiene una larga sonrisa en la cara. Casi nadie les nota porque hay mucho trabajo. Roberto imagina que allí no hay tiempo que se pueda perder, excepto cuando no esté el jefe. Desde lejos, puede percibir algunas miradas, que le hacen pensar y pensar en como seria bueno trabajar allí, en un ambiente de aquellos tendría mucho que hacer, principalmente después de conocer al personal femenino. Sus ojos paseaban por todo el sitio, mientras acompañaba a Mario que le iba contando cosas y cosas que sucedían allí. Pero su atención estaba dedicada en los cuerpos bien hechos de las muchachas que a todo momento le cruzaban el camino. Había hombres también, incluso algunos le miraban insistentemente, poniendo una sonrisa al rincón de la boca. Malo –decía en sus pensamientos – esto es malo muchacho. Y más adentro, otra voz le gritaba – esse é viado – sem dúvida. Escuchar ese comentario, desde su interior le producía algo de risa que escondía bajando la mirada hacia el suelo. Mario se detuvo un instante para atender al móvil. Terminando le sujetó por el brazo diciéndole:
- Entra y espérame ahí, es esta su sala, voy a buscarla.
Mario le abrió la puerta dejándole pasar. Una vez dentro, se cerró la puerta. De nuevo se hizo un gran silencio. El aire estaba puro, limpio. Roberto hasta podía sentir un olor a perfume. Aquello le recordaba algo pero no supo decir a que. Dejó eso a parte y fijó sus ojos en la pequeña sala. Donde no había más que un sofá de dos plazas, una mesa y una silla de plástico. Sobre la mesa, había algunas fotos, y muchos papeles, algunos con anotaciones en rojo. El ordenador estaba encendido en una página Web de moda, las paredes eran todas de cristal, sólo una pequeña parte inferior se hacia de madera. Iba a asomarse al cristal la puerta se abrió apareciendo a través de ella Mario.
- Roberto, esta es Elisa tu nueva alumna de lengua portuguesa.
- Encantado. – Le contestó el profesor tendiéndole la mano.
- Dios mío. – le contestó ella – el hombre de mis sueños.
Al instante siguiente se produjo un mar de miradas en las que cada uno de los dos hombres intentaba entender lo dicho por Elisa.
- ¿Qué dices? Le preguntó Mario. Es el profesor de portugués, ¿te acuerdas?
Elisa bajó la cabeza cerrando los ojos por un nada de tiempo volviendo la mirada hacia Roberto que todavía le esperaba con la mano tendida en el aire y una falsa sonrisa. Elisa le apretó la mano diciéndole;
- Sí, encantada Roberto, perdona es que estoy escribiendo un texto y estoy con el en la cabeza todo el tiempo. ¿Cuándo empezamos nuestras clases? Tenemos poco tiempo.
- Bueno sí, es verdad. Si tienes la tarde libre, podríamos empezarlo ya hoy. Tú me dirás.
A esta conversación escuchaba Mario atentamente de brazos cruzados con una mano sujetando la gorda cara. Intervino en ese momento haciendo señal para Elisa que le había mirado para saber de él sobre su tiempo libre.
- Elisa, ya sabes lo que hemos acertado, por eso quiero que dispongas de todo el tiempo que puedas. – le dijo mirándola fijamente. – Y usted – dijo – poniendo levemente el pulgar sobre el pecho de Roberto – ya sabe que lo que me interesa es el resultado, nada más que eso. Tenéis dos semanas. Os dejo, tengo yo mucho que hacer en mi despacho. Diciendo esto, le apretó la mano a Roberto dio la media vuelta y salió al grito:
- Ana… Ana… ¿dónde coño estás Ana? Llévame un café al despacho. Porfa.
La puerta se cerró de nuevo y el mismo silencio de antes volvió. Roberto y Elisa estaban ahora sentados casi frente a frente. Las miradas eran inevitables. Uno media al otro buscando detalles. Aquello iba a ser bueno – pensaba Roberto. – muy bueno, mientras que Elisa, no dejaba de pensar en como iba a relacionarse con aquel hombre. El hombre que estaba en sus pensamientos. El hombre que le había dicho en su sueño: te quiero.