TINIEBLA

Stela le había pedido a Dios una señal. Sería deveras imposible que alguien previsionara lo que ocurriría el lunes de un mayo 1987. Aquel día todo empezaba como suele ser. Después de la corta noche, un largo día. Ascendió en el tren saltando dos degrales y de ahí se oyó los latidos del talcón en el pasillo. Los deseos que le ahogaban el corazón eran ajenos al sol y se concentraban en su vientre. Hacía desde dos horas que el tren que la llevaría a La Ciudad volteaba la serranía de verde opaco lejano. Dejando su nido lo que sentía era la sequedad de su destino que la maniataba ahora con sus brazos invisibles e intransponibles. Huir había sido la decisión más ineludible y hubo que elegir el camino que le ardía percorrir. Cuando empezó el atardecer se tomó del pensamiento de que pudiera estar soñando y el anhelo de la ilusión la tuvo dormida.

La luna ya visitaba la noche por tercera vez desde que ella partió. En la encuesta de la carretera pasaba despacio por placas que no se daba el trabajo de leer. El silencio de su corazón invadía el mundo, callaba los transeúntes, esvaciaba las calles y teía de gris los árboles. Antes de que se parara el tren vio La Ciudad. Era amarilla, calurosa y polvorienta como la puesta del sol que se desarrollaba arriba. Cuando el tren paró frente a una tienda de quesos, pañuelos, remedios y frutas en la orrilla de La Ciudad el que la acompañaba le hizo señal para descender. Bajó con una lentitud resignada y siquiera esperó que le pidiera sus malas el hombre. Caminó hacia atrás y las sujetó al suelo.

- Son doce mil, señorita.

- Ahí los tiene.

- Gracias. ¿A dónde va ahora?

- Seguramente al infierno.

Pasó la mano por su vientre. Se acordó de un día haber imaginado encontrar en la personificación de madre lo que jamás tuvo y la esperanza de que no estaba más sola. Si el mundo fuera perfecto y armónico nada de lo que sufrió un año antes habría pasado, después que conoció a Juan en la oficina cuando vino a entregarle una encomienda de la Compañía Armental. Se sostuvo en pie bajo la claridad que se encojía. El tren había salido y los dejado solos a ella y su futuro hueco mirándose. Estaba allí porque no había logrado suprimir el dolor y la culpa por haber asesinado el hombre que la quizo toda una vida. Y ahora cargaba encima el rastro de ese amor monstruoso creciendo cada día y destruyendo su interior con la fuerza aterradora de la venganza y la muerte. Desde que supo de su embarazo, decidió sacar de dentro de sí esa tiniebla viva que la tomaba. Octavio Izzu, que había concretizado el asesinato, le recomiendó los servicios de esa clínica. La clinica quedaba en el sótano de una tienda a la entrada de La Ciudad. Un análisis detallado de la tienda le haría a uno darse cuenta de que allí la muerte coincidia con el camino de la vida.

-Pase señora.

Las paredes del consultorio tenían el mismo color naranja vivo que la tienda en el piso de abajo.

-Pero ya va para dos meses.

La próxima media hora estarían tratando de precios, de que no habría problemas y de cómo se llevaría a cabo el procedimiento. Se detuvo en escuchar apaciblemente las instrucciones de quitarse la ropa, de acostarse en la hamaca, de mantenerlo todo en secreto. El olor de queso la mareaba. Estaba entorpecida y sin fuerzas, quizá fuera la anestesia que la alejabla de aquel color naranja.

Nadie sabrá a lo cierto cuánto tiempo después, si en el mismo momento que se levantaba de la hamaca o en un rincón de su cuarto años más tarde, Stela tomó conciencia y logró descifrar el rostro del “médico”que le sacaba el hijo por hilos de carne y sangre de su vientre: su marido Augustín. No había muerto. Y sin embargo estaba allí para vengarse la huella que había dejado en el cuerpo de ella y la muerte a la que ella lo hubiera encomiendado. Las mentiras sostenidas por una vida trastocan papeles con la verdad. Stela un día lo quise con todo. Pero el amor que él la prometió no era puro. La Companía Armental un día sería la compensación por los cariños que le finjía. Los dos no previsionaron un hijo, no podían saber qué el destino les echaría por delante.

Aquel día todo había empezado como solía ser. Después de la corta noche, un largo día .Y de esta vez sería eterno. El honor herido y destrozado se materializó en su alma. En el tren Octavio Izzo le había dado una AK-47 Kalashnikov que dijo haber traído de Guatemala o Venezuela. La firmó entre las manos como si ya la hubiera manejado antes y la posicionó hacia él. Pero dos balazos dispararon antes que ella tuviera tiempo de rememorar el rencor que la motivaba. La fuerza de la muerte empujada por el viento la sujetó al suelo.

Stela despertó en el tren.

Mirando el verde opaco por la ventanilla le agradeció a Dios la señal.