BENDICIONES DE JULIA (Versão em espanhol)
(A PRIMEIRA VERSÃO DESTE CONTO FOI PUBLICADA EM PORTUGUÊS, COM O TÍTULO BENÇÃO DE JÚLIA)
Entrando lentamente y caminando sin presteza hacia al pequeño altar, María del Rosario se detuvo apoyándose las manos en el primer pilar. Sentíase un poco cansada y con fuertes dolores. La artrosis y la artritis, pareja de cómplices que no dejaban de copuchar entremedio de sus articulaciones, habían elegido justamente este día para hacerse aún más presentes.
Allí mismo en la puerta de la entrada, María del Rosario se dio cuenta que el piso de la Iglesia estaba aún más sucio de tierra que otros días, aunque fuera común la polución por estos lados de México. Los pesadísimos bancos de roble estaban arrinconados próximos a la puerta del confesionario. Las imágenes sagradas estaban todas juntas, cerca de la entrada de la capilla. Todo estaba muy distinto en aquél lugar.
Con una escoba en las manos la señorita Rocío, muchachita de pelos largos oriunda de los pueblos de Huasteco, empezó a mirarla con una expresión de que no le agradaba ver gente tan temprano en la Iglesia. Hoy le tocaría un día de arduo trabajo en los quehaceres del aseo. Un hacendado de la familia Ramírez Armendáriz, dueño de unas tierras productoras de henequén, había hecho una generosa donación al cura para que la Iglesia estuviera muy limpia e ordenada para el final de la tarde. Por petición de su esposa su hijo primogénito contraria nupcias en esta capilla.
El padre Juan Diego, manos abiertas para Dios pero puños bien cerrados para la apertura de la caja chica, hasta dispuso de algo de sencillo para que se comprara un trapeador nuevo y lustra muebles con aroma a jazmín. ¿”Pero hoy, pensaba Rocío, con tantas cosas por limpiar y ordenar, esta señora tenía que venir a rezar? ¿Será que no fue posible haber esperado hasta domingo para hacer sus plegarias a Dios”?
María del Rosario, cuyo rostro demostraba los mismos surcos de la tierra por los años de trabajo en la cosecha azucarera, siguió con sus lentos pasos hasta arrodillarse delante al altar. Rocío, más preocupada en descifrar la mirada de misericordia de la señora en vez de ocuparse de sus labores, prefirió seguir con sus conclusiones. ¿”Cuales Santos podrían atenderle a una solicitud si ella siquiera los estaba mirando en sus rostros? ¡La oración solo tiene validez cuando uno les pide con devoción y se persigna fijándose en sus ojos”! “Pero en ese momento, todas las imágenes están muy bien instaladas en la entrada de la capilla. La réplica de Nuestra Señora de Guadalupe fue traída por el cura anterior, el padre Esteban. Las imágenes de San Agustín e del San Justino Madrigal llegaran por una equivocación. Tratándose de un lugar pequeño, de pocos fieles, no era necesario que hubiese tantas imágenes, pensaba el Vicario Episcopal. La intención fuera mandarlas para la Basílica de la Asunción de María Santísima, pero el párroco, aprovechándose del error, se hizo de desentendido. En la misa, excusándose por su acción, el cura dijo que Dios lo perdonaría por haber cometido un acto en nombre de la fe. En la salida, los fieles le agradecieron por la pillería.
¿Qué pretenderá esta mujer arrodillada en frente a un altar vacio”?
Rocío, impaciente con María del Rosario que seguía de rodillas impidiéndole que pudiera barrer la suciedad, no encontró nada mejor que sentarse en una silla y observarla atentamente. Le parecía vergonzoso que aquella señora hubiese entrado en la Casa del Señor con su pelo tan chascón. ¡”Seguro que por este aspecto la peineta no fue usada en esta mañana”!
María del Rosario seguía rendida al suelo, con sus manos cruzadas al pecho. Mientras una lágrima se le cayó por sus ojos soltó un respiro con congoja, pero Rocío no lo pudo escuchar porque dolor del alma solo hacía ruido por dentro.
Cuando niña, María del Rosario se inspiraba en su abuela Julia Calderón. En aquella época, Julia, católica de fe incomparable y inmensurable, era muy respetada y querida por los pobladores de su pequeña ciudad. Mujer fuerte, moderna, luchadora, siempre llenándose el pecho para defender el derecho de las mujeres al trabajo.
-¡Que los maridos siembren y que las esposas cosechemos! - decía Julia, en plena plaza pública, mientras recibía las miradas de los más conservadores.
Rosario creció con la pobreza golpeándoles la puerta. Hubo un día en que faltó el pan en la mesa de su casa. La muchachita, sentada en el peldaño afligida por el hambre, soñó e imaginó una rica tortilla. Al abrir sus ojos, vio como la abuela entraba por el portón sujetando en los brazos una olla llena de tortillas de maíz recién horneadas, un poco de gallina de campo desmenuzada y chiles verdes para la preparación de unas buenas chalupas. El ave había sido aliñada con el amor y la tortilla horneada con el corazón. Cosas de Julia.
En el domingo que la matriarca sufrió una parada cardiaca, la familia ya se preparaba para un fatal desenlace. Muy temprano, Rosario y sus hermanos estaban listos para asistieren a la misa. De repente a la niña le invadió un sentimiento de mucha tranquilidad. En el aquel minuto, Rosario supo que su abuela ya había partido.
Julia había despertado muy contenta en el aquel domingo. Llamó a la enfermera y le pidió un vaso con agua, diciéndole:
- ¡Señorita, por favor, dame un poco de agua porque me siento lista para encontrarme con Dios, pero no quisiera viajar hasta el cielo muerta de sed!
La joven le sujetó la cabeza para servirle un sorbo. Julia le sonrió, cerró los ojos y partió en paz.
María del Rosario seguía arrodillada al suelo. Hoy no había sido su deseo pedir nada a Dios. Tampoco estaba allí para hacer sus plegarias a cualquiera de aquellos ojos santos que la observaban por la espalda. Hoy, ella solo necesitaba que su abuela Julia la santiguara, tal como fuera en su niñez.
Levantándose del piso, Rosario siquiera se preocupó por la tierra que se quedara en su falda pues, gracias a ella, día tras día alimentaba su prole. Miró hacia el altar vacio, se persignó y se volteó para retirarse de la capilla. Rocío no se hizo esperar mucho, retomando inmediatamente sus labores de aseo.
Justo en el aquel preciso momento el padre Juan Diego entró por la puerta topándose con Rosario. Asustándose, dio un paso atrás, pensando “¡Virgen María Purísima! ¡Seguro que por este aspecto la peineta no fue usada en esta mañana”!
Pero el sacerdote había ido hasta allá porque estaba preocupado con la limpieza de la capilla. Con la donación del señor Ramírez Armendáriz sería posible echar para delante la reforma del confesionario. Ojalá todos los meses hubiera matrimonio de hijo de gente importante para celebrar.
*Este cuento tratase de una historia de ficción, no existiendo las personas aquí nombradas.